Generar mayor empleo formal no solo requiere de incentivos o reducir los costos, sino también un profundo cambio cultural.
El crecimiento explosivo del empleo informal en el Perú durante la pandemia no sólo está generando efectos negativos sobre la economía, el sistema productivo o el acceso a bienes y servicios, sino también en el sistema de recaudación, en el bienestar social y, con ello, en la posibilidad de construir una sociedad más justa y equilibrada. La informalidad laboral dificulta el acceso a créditos e incide en la capacidad del Estado de brindar mayor cobertura y calidad en los bienes y servicios públicos. Por ello, luchar contra la informalidad debe una de las prioridades del Estado.
Actualmente son más de 9 millones de peruanos quienes viven de un empleo informal. Las razones habituales para explicarlo se suelen atribuir al alto costo laboral, el exceso de carga burocrática, el complejo marco tributario, la rigidez normativa o la baja productividad de la mano de obra. Parece que todo estuviera resumido en datos objetivos, y dejamos de ver el plano cultural, y de cómo impactan los mensajes que desde el propio Estado recibimos continuamente de fomento a la cultura de la improvisación, del rechazo a la empresa extractiva, del abuso que comete el empresario formal, de la conducta ilegal de una u otra empresa, y destinamos los exiguos recursos a su fiscalización.
En su acepción más amplia, el sector informal abarca a empresas y personas que realizan transacciones fuera de la regulación y las obligaciones tributarias. A nivel laboral, la informalidad involucra relaciones de trabajo que incumplen, parcial o completamente, las normas legales.
Para generar mayor empleo formal no solo se requiere construir incentivos para la formalización, facilitar el acceso a ella o reducir los costos que supone. Se requiere un profundo cambio cultural, en donde no se vea que lo informal debe ser lo protegido, lo adecuado o lo subvencionado. El emprendimiento es adecuado, pero la improvisación no debería ser la regla. Apoyar a quienes menos tienen es correcto, pero si ese apoyo no se condiciona a su formalización, se convierte en asistencialismo.
Queremos gravar con más impuestos al trabajador formal que tiene el auto de lujo, pero autorizamos a nuestras combis circular diez años más, sin seguro ni reglas claras. Al parecer la cultura de la “tapada” sigue entre nosotros, y algunas instituciones parecen solo preocuparse de atacar al formal, pero nos tapamos la vista cuando un funcionario, un candidato o cualquier ciudadano toma recursos ajenos, considera la vía pública como propia o no paga impuestos porque es informal.
La formalidad y, con ello el pago de impuestos, es lo que permite a la población acceder a buenas carreteras, grandes hospitales, profesores capacitados, mejor acceso a la tecnología o al gas de Camisea. Sin embargo, seguir considerando al empleador formal como culpable, y al empleador informal como recursivo y adecuado, no nos ayudará a desarrollarnos como país.