Para vivir en comunidad, los grupos sociales requieren construir algún ritual, un código, o mínimas reglas de comportamiento, que les posibilite solucionar sus conflictos.
Para vivir en comunidad, los grupos sociales requieren construir algún ritual, un código, o mínimas reglas de comportamiento, que les posibilite solucionar sus conflictos.
Muchos estarán en desacuerdo con ciertas pautas, pero al final valores como el respeto, el sentido de comunidad y la legalidad nos lleva a adaptarnos y a restringir racionalmente nuestros impulsos más primarios y a acatar las pautas que la razón nos ordena.
¿Pero que sucede en el Perú para que esta lógica no funcione? Conocemos la ley, sabemos que puede traernos consecuencias su incumplimiento, pero al momento de tomar una decisión nos llevamos por nuestros impulsos o dejamos que nuestros estímulos tomen el timón de la decisión. Cuando nos describimos como peruanos solemos autodescribirnos somos sociables y respetuosos. Sin embargo, también debemos de tener una parte egoísta y envidiosa. Es posible que ello nos genere una alta dosis de informalidad y de egocentrismo, pues sólo respetamos las normas en la medida que estas nos favorezcan. ¿Qué ha pasado durante esta cuarentena? Mas allá de varios cientos de personas incumpliendo las normas, hemos visto al propio Estado, destruyendo principios jurídicos para ejercer su voluntad de adecuar las normas al estado de emergencia.
Queda claro que no se puede pensar que la convivencia de un grupo social está cerrada y que no caben cambios. Con frecuencia surgirán conflictos entre los individuos de un grupo o se irán generando subgrupos que comparten, a su vez, valores e ideales diferentes a los de otros colectivos. Sin embargo, cuando este desencuentro se da en instituciones del Estado, la situación puede volverse caótica y la función de encauzar conductas se pierde.
Me refiero esencialmente a la forma en que se han estructurado las pautas laborales. Con una visión mínima de mediano plazo, se podría haber previsto un escenario de cuarentena que no iba a durar sólo los 15 últimos días de marzo. Resultaba lógico pensar, desde un inicio, en un escenario mínimo de 45 días. Pensando así, se hubiera podido repartir la obligación de asumir el costo de la suspensión por tercios, empezando por el empleador como se hizo con la licencia compensable, luego el Estado mediante programas de subsidios o Reactiva Perú, y al final por el trabajador, para luego dar nuevamente la vuelta. Si no se podía decir al inicio no importa, pero así se construía.
En cualquier caso, no se hizo. Pero el no haberlo hecho, no significa que deba legitimarse el decir que no cabe otorgar vacaciones durante marzo o en la primera quincena de abril, o el impedir acuerdos de reducción de jornadas o salarios, para luego exigir lo que se había prohibido previo a un proceso de suspensión perfecta; o, señalar públicamente que no se permitirá la suspensión perfecta si la empresa se acogía al subsidio estatal o a alguno de los programas de reactivación cuando no existía norma que lo impedía, para luego emitir una disposición con la que se pretende aplicar retroactivamente criterios esbozados mediante declaraciones.
Mientras desde el mismo Estado existan elementos que generen inseguridad jurídica en los administrados, poco se le puede exigir a la ciudadanía el respeto las leyes y dejar de lado la informalidad. Al final somos una sociedad que se nutre de manera circular de elementos que le generan unidad y contradicción. Nadie cree posible la existencia de un mundo utópico donde las leyes se respeten siempre, ni en uno en el que sólo exista un responsable, pero si, le exigimos a los padres educar y formar en valores a sus hijos, lo mismo esperamos del Estado en la relación que mantiene con los ciudadanos.